Janina aceptó su invitación; solo por el hecho de que la propuesta le había parecido inquietante a la vez que dulce. No abundan los hombres valientes, pensó, y la autenticidad cada vez le resultaba más atractiva; lejos de su antigua atracción por el seducir insano del juego y la incertidumbre.
Esperaba junto al embarcadero, ensimismada, mirando el vaivén de las protecciones flotantes alrededor del velero. Recordó ver los cubitos flotar en el vaso de tubo de su compañero. Después la distorsión se apoderaba de todo lo que ocurría a su alrededor. Aquella noche él se reía; y la conducía desde la cintura en los movimientos del baile. La acercaba a su pecho, a escasos centímetros de su boca, y después la dejaba libre para terminar la pirueta pasando bajo su brazo. Sonrió; en el recuerdo se oía su propia carcajada. Estaba ansiosa. Miró hacia el sol con los ojos cerrados y volvió a recordar. Esta vez estaban tumbados en una cama, mientras él con un semblante serio le preguntaba por sus relaciones pasadas. Intercambiaron formas de entenderlas, confesaron esperanzas y compartieron dudas que con el paso de los años ambos habían ido abrazando. No era emoción lo que sentía, ni siquiera el revolotear de mariposas en el estómago —que solo ocurre una vez cada diez años—; era algo parecido a una angustia latente, a salir de su propia zona de confort. Sin embargo, recordó que ya nada la podía sorprender; que ya nada la podía dañar.
De pronto llegó. Su forma casual de saludarla e invitarla a subir a bordo la tranquilizó. Una vez se alejaron de la costa le pidió que se sentara. La miró a los ojos y sonrió levemente, mientras la dejaba que tuviera tiempo para evaluar la situación. Janina analizó a su anfitrión; jamás lo había visto bajo la luz del sol. La sorprendió el hecho de que, a pesar de tener una innata memoria fotográfica, necesitara ver a un hombre al menos más de tres veces para poderlo evocar a la perfección en su memoria. Se detuvo a mirarlo sin prisas. Edgar era un treintañero de cuerpo esbelto y compacto, de proporciones bellas, de formato griego, de cabello castaño y ojos azules. Era más atractivo de lo que ella recordaba, y sus modales y su forma de moverse le parecieron encantadores. Su pulso se aceleró; esta vez notó un nudo en el estómago y la falta de aire la impulsó a levantarse. Él, sin mirarla, la cogió de la muñeca y le pidió que por favor se sentara de nuevo. Su mirada era ardiente pero acogedora. La observó con curiosidad, como si fuera una perla nacarada que pudiera escurrírsele entre los dedos de la mano; a veces, dejaba de mirarla por miedo a perderla.
Se quedaron en silencio mientras el velero cogía velocidad y surcaba lejos de la costa. Con mucha comodidad hablaron de cosas mundanas: de gustos culinarios, de cine y de las ciudades que habían visitado; de anécdotas de aquí y de allí. Edgar pensó que quizás debía hablarle de sus valores y sus sueños, miedos y pretensiones. De su yo real. Pero no lo hizo. Cuando Janina hablaba recordó a esa otra mujer; aquella que había sido la mujer de su vida; aquella que su nombre empezaba por N. La comparó y tubo un instante de arrepentimiento. No se parecían en nada. Ni siquiera físicamente. Comprendió que no había dos mujeres iguales, y, sin embargo, las dos eran preciosas y únicas a su manera. A una siempre la amaría; a la otra, quizás no tanto, o puede que solo mejor y hasta el fin de sus días. A Janina le atrajo la forma tan locuaz y sincera en la que se mostraba Edgar, pero se preguntaba si estaba siendo honesto, si no era todo un papel o una máscara revestida de verosimilitud. Mientras escuchaba atenta su discurso percibió que Edgar tenía ansia de que lo conociera, de que lo valorara; de conseguir que sintiera admiración por él. Sintió mucha curiosidad por ese hombre que, según como, le recordaba a si misma hacía unos años atrás. Janina daba también su parte de información; se obligaba a ser sincera y no pretendía deslumbrar a nadie; hacía tiempo que había aprendido que eso no servía de nada. Dar su mejor versión en el pasado la había agotado. Ahora simplemente era Janina, sin expectativas, quizás también sin demasiada ilusión.
Al atardecer la puesta de sol les sorprendió tumbados en cubierta, uno al lado del otro, mirando desde popa al frente con gran concentración. Ella se preguntó por qué le había hecho esa propuesta y en qué pensaban los hombres cuando estaban en silencio. Él se preguntó qué era lo que hacía que se sintiera vulnerable. Janina no pudo evitar observarlo de reojo. Paseó la vista en el torso bronceado de Edgar, que se mostraba de un tono dorado y mediterráneo bajo esos incipientes rayos de luz. Entonces él sin mirarla a los ojos recostó su cabeza en su pecho de una forma muy tímida, casi infantil, como buscando consuelo entre su aroma y su pelo. Empezó a besarla en el cuello y el escote. Saboreó el salitre de su piel y con un movimiento rápido y firme le quitó la camiseta, dejándola tumbada en la cubierta, expuesta a la brisa del mar, con los pechos al descubierto. La miró con deseo mientras se lamía los labios, esperando; un segundo, dos segundos, otro más; sosteniendo la tensión hasta que ella le mostrara aprobación y excitación. Cuando vio que se le aceleraba la respiración, tragó saliva y la desnudó por completo. Primero la besó con ternura, pero después la pasión transformó los besos. La tocó hasta hacerla humedecer, mientras besaba cada rincón de su piel. Bajó para lamerla y allí jugó a la rapidez y a la lentitud, a la combinación de las artes orales y manuales; a hacerla retorcerse y gemir. Cuando la tuvo suficientemente alterada empezó a penetrarla con cuidado para no dañarla, y en esas aproximaciones ella no pudo dejar de gritar de placer. Él al oírla se excitó y continuó repetidamente ahora con toda la intensidad. Janina y Edgar no podían dejar de gemir de emoción, estaban extasiados de placer; un placer que solo se puede describir como instintivo. Sentado la alzó sobre su cuerpo, y las piernas de ella se abrazaron a su torso y continuaron a ritmo lento. Ambos estaban ardiendo de deseo. Intercambiaron miradas profundas, intensas y asustadas. Él le dijo que no podía más. Ella alcanzó a voltear su cuerpo y a agarrarse al timón y a una cuerda de doble nudo. El chico la poseyó tomando sus caderas y acariciando sus glúteos como si nunca hubiera rozado otros. La penetró a un ritmo ahora muy rápido mientras gemía; Janina lo notaba con una intensidad abrumadora y gritó de placer al correrse con tan solo la persistencia de su compañero. Él tampoco pudo contenerse al notar en su piel más íntima sus espasmos.
Abrumados, tumbados uno al lado del otro, se miraron con seriedad, mientras la brisa y las gotas de agua salpicaban sus cuerpos que intentaban recuperar la respiración. Ahí no tenían miedo; no había miedo en conocer sus cuerpos. No había miedo en el placer. Miedo era lo que sentían de día al conocer sus mentes. Era como abrir un regalo lentamente: les aterraba la decepción; no querían que les gustara demasiado. Ambos sabían que el amor no era un juego.
Edgar miró hacia el cielo y pensó que quizás esa sería la segunda mujer de su vida; Janina que quizás la simplicidad de esa historia no la dañaría. Las dos partes de intimidad que habían conocido por separado, por fin se unían; y se dieron cuenta de que una sin la otra era un concepto incompleto.
Quizás siete días después sus almas latirían al mismo ritmo que sus cuerpos.
Starlight