Cuando le vi sentado en la mesa de juego me fijé en él de inmediato. Estaba acostumbrada a los jugadores y todos mostraban una actitud soberbia: la del profesional concentrado antes de una gran partida; pero en la mayoría de casos era solo una impostura, una forma de amedrentar a sus rivales. Muchos de ellos querían ocultar sus ojos tras oscuras gafas de sol, mostrarse descarados vistiendo camisas hawaianas y peinados excéntricos; otros, por carácter introvertido, combatían con el sudor que les producía el no poder desvanecerse bajo la capucha impersonal de una sudadera. Aún y las diferencias entre ellos, todos compartían el desear ante todo disfrazar sus emociones. Ese era el error que M me explicó que todos cometían. Con M aprendí que cuanto más deseas algo, más te alejas de ello.
Sin embargo, ese chico se mostraba serio. Con calma observaba a sus contrincantes, a quienes miraba con comodidad y benevolencia; parecía acostumbrado a la tensión del juego, incluso parecía gozar de la adrenalina que le brindaba una situación que sin duda le parecía divertida. Vestía una camiseta azul de algodón y no llevaba ningún complemento que pudiera descentrar la atención de los demás. Entonces su mirada se desvió hacia el público y por unos segundos pude ver en él un rastro de sorpresa y desconcierto. Intenté hacer ver que de repente estaba muy ocupada buscando algo en el fondo de mi bolso. Me inquietó que se hubiera dado cuenta de que me había fijado en su forma única de actuar; sin embargo, instantes después, la partida daba su comienzo y, a una distancia que no me permitía ver con claridad su rostro, me quedé absorta de nuevo mirándolo con admiración.
Muchas personas observaban alrededor. Yo, entre ellas. Toda la atención estaba puesta en esa mesa y se transpiraba la excitación. No podía dejar de observarlo, me tenía cautivada su energía firme y bajo absoluto control. Observé con mayor detenimiento al jugador. Bajo la barba oscura parecía ocultarse un rostro atractivo y los focos apuntaban un cabello castaño. Su cuerpo era esbelto, calculé que debía medir un metro ochenta, y, por su corpulencia media, supe que hacía deporte habitualmente. Por un momento recordé el día que conocí a M. También me fijé en su energía y su determinación; en cómo me excitaba su forma inteligente de ponerme a prueba. Sabía volverme loca con tan solo rozar su pulgar sobre mi piel, mientras me hablaba con sonrisa de seductor y sus ojos claros apuntaban con descaro a los míos, así: cálido, sin prisa, poniendo al límite a sabiendas mi poder de autocontrol. M fue el primero, y poco a poco, fui entendiendo que un jugador siempre juega. Siempre. Cuando desapareció entendí que, como en el póker, vivía midiendo el riesgo.
Volví a la realidad. No podía evitar sentirme atraída hacia ese chico. Me adelanté a la primera fila cuando me di cuenta que mi jugador iba ganando. Se acariciaba la barba con los dedos de una mano mientras con la otra rodaba lentamente entre sus dedos una ficha de color rojo. No pude evitar dar un paso al frente con la tensión de una gran mano. De pronto el jugador arqueó una ceja. Me miró. Sus ojos verdes, grandes como faros, se elevaron del tapiz. Al darme cuenta, retrocedí. Sus dedos, habían dejado de acariciar su barba y pude ver una media sonrisa. La tensión continuó y las manos se sucedían entre susurros y alguna que otra muestra de sorpresa entre el público; hasta que de pronto: “ALL IN”; dijo en un tono frío y seguro. Todo el mundo se alborotó, incluso yo. Los murmullos decían que era propia de un jugador no experimentado, de un novato. Yo sabía que no.
La partida acababa allí y salí corriendo lejos del ganador. Mientras recorría los pasillos del hotel me cuestionaba si podía ser cierto lo que había visto. Cerré la puerta de la habitación tras de mí. Respiré lentamente mientras me apoyaba en ella; debía controlarme. El mareo se apoderaba de mi mientras recordaba a M.
De pronto llamaron y miré hacia el suelo. Pude ver una sombra frente la puerta y vi deslizarse al lado de mis tacones una carta de póker. Mi respiración se aceleró. Allí estaba.
Cuando abrí la puerta todo se tiñó de un color dorado. Los instantes que pasarían en un futuro inmediato eran ya un recuerdo velado; una proyección de imágenes de cine antiguo que parpadeaban a medida que se acercaba a mí. Cerró la puerta y se acercó hasta estar tan cerca de mí que podía notar su calor a través de su camiseta, a través de su respiración. Inspiró el olor de mi cabello mientras con los dedos elevaba mi mentón hacia él, y noté su mirada frente a mí, aún y con los ojos cerrados. Acarició mis labios con su dedo pulgar y entonces me estremecí; abrir los ojos simbolizaba lo que más quería: experimentar de nuevo el deseo y la locura.
Me cogió por la cintura y tiró de mi hacia él, mientras me apresaba entre sus brazos contra la pared. Nos miramos profundamente y sonreímos, y empezó a besarme sediento, mientras susurraba sonidos inteligibles. Mis labios eran su tentación y perfilé los suyos con la punta de mi ardiente lengua. Notaba el deseo cabalgar por los muslos y mis piernas temblaban frente a él. Sus manos recorrieron ansiosas todas mis curvas hasta que sus dedos no pudieron evitar subirme el vestido y llegar a tocarme. Yo acaricié su nuca y su torso perfecto, podía notar en la punta de mis dedos su piel caliente y sedosa. Se quitó la camiseta sin poder esperar más a que me perdiera en sus pectorales; y sin prisas se agachó frente a mis caderas deshaciéndose de mi ropa interior sin que me diera ni siquiera cuenta; luego negando con la cabeza elevó mi pierna y la recostó sobre sus hombros: nos deshicimos cuando se apoderó de mi húmedo sexo y noté su lengua cálida recorrer mis labios a la vez que sus manos me agarraban con vehemencia. De pronto, se abalanzó frente mí, inmovilizándome una vez más entre su pierna y la pared; y sin dejar de sonreírme me quitó el vestido. Salté sobre él y mis piernas envolvieron sus caderas, mientras me dejaba revolver el cabello con sus manos anchas y fuertes. Después, perdimos el control entre caricias y gemidos de excitación. La emoción nos desbordaba como si estuviéramos abriendo un regalo que supiéramos que nos iba a encantar.
Encantados nos tocamos con provocación y noté como sus ojos se aguaban cuando sin poder resistirlo más me penetró. Y jadeamos muy fuerte. Se puso tras de mí el que más deseaba; su abrazo único, persistente y pesado de su sexo haciéndose paso dentro de mí. Y a cada avance, más ardientes estábamos, más descontrolados nuestros cuerpos; más perversas nuestras mentes. Y así, notarnos uno dentro del otro se convirtió en nuestro único juego al que regresar. Me agarró del cabello y nos corrimos como nunca antes.
M me miró con ternura por primera vez; y entonces supe que en realidad el mejor jugador había perdido.
Starlight