Me miró al pasar entre la multitud; fue tan solo un segundo breve en el que su mirada se clavó con firmeza en mis ojos; la sostuve con sorpresa, era la mirada de deseo más tímida y sexy que nunca antes había visto. Lo volvió a hacer por segunda vez. En esta ocasión la capté con una claridad que me hizo dilatar las pupilas y, entonces, ya no pude dejar de mirarla.
Durante meses no pude comprender como una mujer como ella se había fijado en mí. Le conté que no entendía por qué yo le podía resultar un hombre interesante. Esa noche no debía haber pasado nada más que unos besos y unas caricias; habíamos acordado tomar un café al día siguiente. Por unas horas quise de verdad conocerla. Yo la frenaba y le preguntaba si se daba cuenta de lo que estaba haciendo; la advertía de que yo no estaba hecho de piedra. Su cabeza decía que no, pero sus manos inquietas me intentaban desabrochar los pantalones una y otra vez. Después de recapacitar ella paraba momentáneamente. Sin embargo, en la lucha entre el “Sí” y el “No” nuestras mentes no pudieron evitar encenderse cada vez más y al fin no pudimos frenar lo que ya era inevitable.
Desde entonces supe que jamás podríamos tomar el café prometido o esa copa de vino como ella me había sugerido tantas veces después. Por aquel entonces yo era un capullo temeroso de los sentimientos, incapaz de sentir nada profundo por nadie. Sin embargo, con ella las sensaciones cambiaban y conseguía que todo mi mundo de impersonalidad se tambaleara; así que nunca me concedí hacer nada más que aquello a lo que orgánicamente me era imposible renunciar.
Nuestros encuentros se sucedían quincenalmente y algunas veces conseguía que solo nos viéramos una vez al mes. Lo nuestro no era premeditado. Era un placer que durante días conseguíamos a duras penas obviar. Tan solo nos contactábamos un par de horas antes, a veces ni siquiera eso; veinte minutos eran suficientes para acudir a la llamada. Sé que Martina creía que no tenía intenciones románticas con ella. Yo, aunque no me preguntaba, dejaba que lo pensara. En realidad, lo que sucedía es que improvisaba porqué quería evitar fantasear demasiado tiempo con ella.
Recuerdo nuestra última cita. Entré en su casa y apenas pudimos cruzar un par de frases cuando nuestros ojos y nuestras bocas ya se buscaron irremediablemente con voluntad propia. Nuestras lenguas se acariciaron con energía y nuestros cuerpos se apretaron como si quisieran entrar uno dentro del otro. Cuando la tomé entre mis manos sentí que el mundo se paraba, como la primera vez que nos miramos entre aquel tumulto de hombres y mujeres que se contorneaban bailando a nuestro alrededor. En la penumbra de la madrugada volví a ver esa mirada que me enloquecía y probé esos labios gruesos que me deshacían al besarme. La acorralé entre la cama y la pared, y noté como se excitaba al notarse bajo el influjo de mi poder. Noté que era mía cuando instantes antes la llevaba a cuestas hacia la cama; cuando le quité las medias; era mía cuando le quité las gafas con delicadeza y recosté sus brazos alrededor de mi cuello. Y la dominé desnudándola con determinación, y me detuve para mirarla indefensa y sin ropa. Le separé las piernas y la provoqué introduciendo con fuerza y descaro mi lengua en su interior; lamiéndola para excitarla aún más. Yo ya no era yo. Era ese instinto masculino enloquecido por las hormonas de su hembra perfecta. Me excité y le di la vuelta de un revuelo como si no tuviera peso, y le introduje tres dedos, con la misma audacia con la que sé que ella preveía sucedería más tarde con mi erección. Pero retardé el cumplir sus deseos, porqué quería verla necesitarme; quería ver en su cara esa expresión de súplica de ser poseída. Continué penetrándola repetidamente con mis dedos hasta notar que no ofrecía resistencia y quise verla rendida al expulsar su lubricación. Ella creía que me deseaba y necesitaba más que yo, pero estaba equivocada. Sus gemidos me enloquecían y al fin lo hice. Abracé a esa amazona por detrás, dejándola atrapada entre mis bíceps y mi pectoral.
Con una mano sostuve sus pechos y estimulé sus pezones con los dedos; con la otra, conduje su garganta hacia atrás: quería que me mirara en el instante en el que la penetrara.
Y lo hice, y noté sus gemidos reverberar bajo los dedos que sostenían su cuello y mantenían su espalda inmovilizada. La noté caliente y deseosa y mis movimientos se volvieron bruscos y repetitivos; no hubiera salido de ella de no ser que fuera para volver a notar como era entrar. Y cambiamos de posturas y las sonrisas y los besos de lengua se sucedieron sin parar. Cuando nuestras miradas se cruzaron cargadas de emoción se me escapó decirle que la echaba de menos; que echaba de menos su tacto, su olor: su intimidad. En realidad, le hubiera dicho que me hacía feliz, que no entendía como algo que debía ser frívolo me resultaba tan emocional. Después me besó y lamió y jugó con mi erección; ella parecía adaptada a mi gran tamaño. Hecha a mi medida. Acto seguido la hice mía por toda la habitación, contra todas las superficies que encontré; era mi forma de expresar cuanto la quería, aunque siempre esperara a que ella no se diera cuenta. En toda esa espiral de deseo mis emociones tomaron el control y me sentí vulnerable; de pronto le susurré al oído una gran verdad: me gustas demasiado. Y al decirlo se deshizo y nos revolcamos en la cama de mil maneras hasta que ya no éramos nosotros, éramos un solo ente de piernas y brazos juntados por la boca y nuestros sexos, y el deseo nos hacía jadear hacia dentro para así evitar separar nuestros labios. El clímax llegó sin remedio en una explosión de contracciones y placer descontrolado.
Salí de su interior con la desazón de no saber cuándo volvería a verla, cuando volvería a sentirme tan vivo y a notar el miedo con esa intensidad.
Me fui con prisa de allí, dejándola con ganas de más; con ganas de que me quedara. Notaba como mi cuerpo y mi corazón me dictaban que no me alejara, como me hubiera dejado llevar por el dulce enganche; sin embargo, mi cerebro me recordó que era peligroso quedarme junto a ella.
A veces me planteo qué hubiera pasado si hubiéramos tomado ese café. Pero, Martina, aún me gustas demasiado.
Starlight