Estoy tumbada en la cama. Justo delante de mí un espejo refleja la imagen de una mujer desnuda y atada. Antes de irte te has cerciorado que pudiera soltarme, por si la espera se me hacía larga o decidía rebelarme a último momento, pero hoy me antojo obediente a tus órdenes y caprichos y decido mantener mis manos atadas al dosel de la cama, tal y como tu me has pedido que hiciera. Justo después de inmovilizarme te has deslizado hasta mis braguitas, has hundido tu nariz entre mis labios y has respirado profundamente absorbiendo los vapores que emana mi cuerpo cuando estoy cerca de tí, has mojado la tela con tu saliva y has mordido por encima del algodón apretando con dulzura. No has tardado en sacármelas de un tirón y olerlas amorrado a ellas a lo fetichista.
—¿Te gusta como huelen? —Te he preguntado divertida.
—Cariño, no hay olor que me ponga más. Abre la boca.
Has hecho un ovillo con mis braguitas y me las has metido en la boca.
—Te vas a quedar así de quieta hasta que vuelva, como una buena chica, ¿ah que sí? —He asentido con la cabeza.
Vuelvo al espejo y me recreo en la imagen de mí misma atada y amordazada, me siento la protagonista de mi propia peli porno y me gusto. Me erotiza mi propio reflejo. Me excita saberme a tu merced. Jugar a la pérdida de voluntad. Dejarme hacer, no pensar, no controlar, sólo sentir y dejarme hacer. No sé cuánto rato llevo. Cada vez que me llega el ruido de un motor, pienso en que puedes ser tú. Casi puedo oír el sonido metálico del pórtico abriéndose, los pasos subiendo la escalera, la puerta cediendo y mientras imagino la escena, la humedad resbala entre mis muslos.
No sé si han pasado minutos o horas cuando se oye, por fin, el portón metálico. Parece que el tiempo se paralice y el sonido de tus pasos firmes subiendo invaden la habitación, uno, dos, tres, mi corazón se acelera, cuatro, cinco seis peldaños, las manos sudorosas, siete, ocho, nueve, mi sexo ardiendo, el clítoris erguido, diez, once, doce, la llave en la cerradura. Entras en casa, me miras y sonríes. Vas directo a la cocina y cuando vuelves me quitas la mordaza empapada en saliva. Me giras y te montas encima mío. Mi excitación crece con el tacto de tu ropa en mi piel desnuda, el roce del tejano grueso y adusto contrasta con la piel suave de mis nalgas. Me metes dos dedos y noto tu cuerpo reaccionando al instante ante mi humedad, tu pene se crece apretado en tus vaqueros que me clavas en el culo. Me desatas de la cama y me inmovilizas las manos detrás de la espalda. El frío y rígido hierro de las esposas cuando me maniatas me conectan con la fiera, el punto sin retorno donde ya no soy yo. Me convierto en cuerpo, sentir, uñas, dientes, lengua, lujúria desatada sin raciocinio alguno. Estoy tan erotizada que el mero tacto de las sábanas suaves me hacen perder la cabeza. Quiero que me folles, que me empotres en la cama y me penetres una y otra vez, pero en vez de eso, me susurras al oído:
—No te muevas, vas a tener que esperar.
Y te vas. Dejándome la miel en los labios te vuelves a largar. La sensación es sumamente irritante, pero a la vez, me excita. Estirada en la cama con las manos esposadas, escucho el sonido del agua llenando la bañera, no sé qué estarás tramando, pero saberme el conejito de índias de tus fantasías me enardece.
Al cabo de un rato apareces en la habitación, sólo llevas los vaqueros puestos marcando paquete y en la mano el pañuelo que utilizas para vendarme los ojos.
Tu mirada desafiante y lasciva me desnudan hasta el alma. Te muerdes el labio inferior mientras me sonríes, pícaro y juguetón. Vas a jugar conmigo como te plazca y yo me voy a dejar hacer. Llévame donde quieras, domíname, estira mi deseo hasta que llegue a la locura, sométeme. Hazme tuya.
Selkie