El primer día que coincidimos con el rubio, sentados en nuestros respectivos balcones, nos sonreímos. El moreno tardó en aparecer, pero fue más directo. Me gritó des del balcón como estaba y le respondí un muy bien, gracias, ¿y tú? Un poquito solo, dijo haciendo pucheros. Me hizo reír.
Corroborar si mis vecinos Zipi y Zape, que así los apodé, estaban en casa, se convirtió en mi pequeño ritual clandestino. Los espiaba des de la penumbra de la habitación, cerciorándome de no ser pillada in fraganti. El rubio solía pasear su cuerpo helénico sin camiseta en gayumbos boxer, marcando paquete. Tenía la piel lechosa y sus cabellos dorados caían en bucles infinitos. Parecía un querubino sacado de una obra de Botticelli. El moreno tenía una sonrisa de las de perderse dentro y parecía estar siempre de guasa. Me divertía verlo gesticular exageradamente cuando le explicaba alguna cosa al rubio. Los dos eran objetivamente guapísimos y yo fantaseaba, des de la soledad de mi cama, como sería una cita a tres con ellos, como serían tantas manos, tantas lenguas, tantos flujos…
No era la única que jugaba a los espías. Había enganchado a Zipi o a Zape, más de una vez, mirando descaradamente hacia mi casa. En esos momentos yo hacía como que no me daba cuenta e intentaba parecer lo más naturalmente sexy que podía: recogiéndome el pelo, subiéndome un poquito el vestido o dejando caer una tira de la camiseta.
Así, espiándonos mútuamente, pasamos meses.
Una madrugada de julio llegaba a casa después de salir de fiesta, cuando oí:
—Pstt, pstt, ¡Vecina!...
Alcé la vista y ahí estaban Zipi y Zape, en el balcón, sonriéndome.
—¿Te apetece tomarte la última con nosotros?
Me sorprendí a mí misma al oírme responder sin titubear:
—Vale, ¿qué piso es?
Entré en el ascensor con el corazón acelerado. La impulsividad aventurera dejó paso a un creciente nerviosismo a medida que me acercaba al piso. Cuando llegué, los dos me esperaban en el alféizar. Vistos de cerca eran todavía más atractivos que vistos des del balcón. La visión de estos dos hombres, con los que llevaba tiempo fantaseando, justo delante de mí, invitándome a su casa, me encendió de tal manera que mi cuerpo entero se volvió erógeno. Nos presentamos y los dos besos de cortesía fueron largos e intencionados. Carlos y Héctor. El rubio y el moreno. Zipi y Zape. Primero nos presentamos con Carlos y su mano se quedó sujeta a mi cintura mientras intercambiábamos nuestros nombres con Héctor. Pasamos al salón, bebimos cerveza y hablamos de todo y nada. Eran majos y ver a Zipi, tan o más nervioso que yo, me relajó.
—Me parece que llevamos demasiado tiempo haciéndonos de voyeur mutuamente— dijo de pronto Héctor acercándose a mí.
Yo respondí con un sí ahogado en un beso que vino a darme Héctor. Carlos se acercó por detrás y me besó el cuello a modo de susurro, haciéndome estremecer. Una mano, creo que era la de Héctor, subió por debajo de mi camiseta, llegó al pecho y jugó con el pezón hasta erguirlo bajo sus dedos. Una mano, tal vez la de Carlos, o volvía a ser la de Héctor? Qué más daba! una mano de cualquiera de los dos bajaba hacia el pubis… Una lengua me humedeció el cuello y del cuello al lóbulo de la oreja,… Una mano, la misma que bajó hacia el pubis, entró dentro de mis braguitas y se empapó de mi sexo ya mojado… La lengua se deslizó serpenteando mi clavícula hacia el pecho y lamió la aureola hasta endurecerla... La mano en mi sexo intensificó los movimientos, otra mano me agarraba del muslo, otra mano a la altura de mi ombilgo, otra mano…. Perdí la cuenta.
Me desnudaron entre los dos. Quise también desnudarlos yo a ellos. Me apetecía descubrir la piel que se escondía bajo la ropa despacio, tomándome el tiempo para apreciar sus cuerpos con todos mis sentidos. La visión de sus torsos desnudos, el tacto de la piel escurridiza y caliente, el olor a testosterona, sudados de excitación, el gusto, tan diferentes y tan apetecibles los dos. Tan hermosos, tan míos. Fui la sultana en mi pequeño harén.
Un baile de seis manos, tres lenguas, seis piernas y tres sexos que se entremezclaron, entre risas y jadeos, a vueltas suaves y rítmicos, a vueltas intensos y rápidos. No quedó rincón alguno en mi cuerpo que no probaran. No quedó rincón alguno de sus cuerpos que no probara yo. Saboreamos nuestros propios flujos en bocas sedientas y ávidas, nuestras manos recorrieron las pieles trémulas y tibias de los cuerpos desnudos, los calores se convirtieron en vapores, que a su vez estallaron en aguas torrenciales. Convertimos en eterno la frugalidad de un tiempo que nos pertenecía y caímos rendidos en el colchón, los tres abrazados, como buenos vecinos. Mi vecinos.
Selkie