Doy por sentado que todos los aquí presentes os habéis enamorado alguna vez de esa forma tan convulsa y extraña, y, bonita e irreal, donde la ilusión te invade y eres centurión para afrontar cualquier batalla; cuando los sentidos se agudizan y distorsionan, cuando tu carácter se endulza y eres capaz de ver belleza por todas partes. Es cuando protagonizas una comedia romántica que te hace sentir lo que experimentas cuando te meces en un columpio. Y te meces, y te meces, cada vez más alto; y la libertad y la adrenalina se asocian para hacerte sentir más viva que nunca.
Todas sabréis a lo que me refiero.
Le ves y los latidos del corazón se aceleran, un ligero mareo nubla tu mente, notas unas incipientes náuseas a la altura de la campanilla e incluso dirías que te cuesta un poco respirar —sí, eso es ansiedad amigos—. Pero lo mejor es que sabes que esa boca repentinamente seca, preludio de nada bueno, anuncia que tus labios siempre voluptuosos, carnosos y jugosos se van a convertir en textura de cartón en tan solo unos segundos. Después notas como tus pupilas se dilatan como si fueras un camaleón a punto de atrapar una mosca con un lengüetazo. Y él se acerca para darte dos besos —un momento estelar que sin duda querrías congelar en el tiempo y que vives como la llegada de un cowboy entrando en el Saloon en un Western—, y tu te preparas como en Tai-chi para recibir esa energía arrolladora que notas en ese hombre, que te impresiona y que ves que se está acercando hacia ti: “Todo va bien”, te dices a ti misma.
En esa aproximación lo hueles y tu nariz querría quedarse pegada en ese cuello para poder retener esa fragancia que sin duda fue creada para ti: “En realidad todo va muy bien”, piensas de nuevo; sin embargo, de pronto, en una aceleración del tiempo todo cambia, y notas como un mechón de tu cabello ha quedado atrapado entre las púas de su barba. Y al disponerte a ladear la cabeza hacia la otra mejilla, ves deslizarse tu mechón sin dignidad frente los labios y la mirada atenta de tu amado. En esta situación, estaréis de acuerdo conmigo, lo mejor es conservar la compostura y la esperanza de que él, un hombre hecho y derecho, sabrá centrarse en tu sedoso tacto facial, la temperatura repentinamente caliente de tu piel y también tu infantilismo por reír de forma estúpida al rogar clemencia. También esperas que él haya valorado el suceso como un incidente sin importancia y extremadamente sexy; rezas para que encuentre erótico imaginarse tu cabello alborotado en su cara en otro tipo de situación: sabéis a lo que me refiero. Acto seguido, os sentáis de lado para conversar y tomar un café. Miras hacia el frente de la barra maldiciendo aún tu mechón por haber transformado tu musical de Hollywood en una comedia romántica francesa —porqué si fuera italiana, amigos, eso tampoco sucedería— y coges aire cerrando por un instante los ojos suplicando para que no se repita ningún accidente incómodo más. Pero, de pronto, en la trayectoria de su mano hasta coger la taza de café, ésta te toca la rodilla indecentemente y no puedes evitar que tu cuerpo tensionado emita un respingo. Y entonces los dos os reís de forma histriónica, y él se disculpa poniéndose nervioso por haber subido la tensión del momento, por no haber filtrado sus impulsos más primarios; y ahí, aún y sentirte ruborizada al regodearte en lo placentero de su tacto, piensas triunfante que su seguridad es quebrantable y das gracias a Freud. Y así, continuas inmersa en tu pequeña ficción rosada —mucho más picante que cualquier novela de Corín Tellado—, cuando él empieza a hablarte y una sensación de desconexión del mundo se apodera de ti: quedando tus oídos hipnotizados por sus labios y, dicho sea de paso, tu intelecto y capacidad de reacción completamente anulados.
Improvisar una conversación en este estado es desaconsejable. Sin embargo, tienes —porqué es un deber moral e imperioso—, que responder a tu amado. Y entonces lo haces, porqués eres valiente, y por qué quieres que te conozca, que pueda ver tus cualidades, tu forma normalmente despreocupada de hablar con la gente, incluso conseguir que se ría con tus comentarios graciosos; en conclusión: te preocupa demasiado que no se dé cuenta del gran partidazo que eres. Sin embargo, resulta que dicen los expertos que cuando te gusta tanto una persona acabas por no gustarle nada de nada. Y, ahí amigas, es cuando empiezas a experimentar el Wu Chi del amor. Ese vacío lleno que da forma a tu alma; una forma reconocida en ese alguien a quien no puedes llegar a tener; un vacío confortable lleno de emoción y pleno de entendimiento al que abrazar. Si alguna vez os habéis cuestionado: ¿Por qué no funciona? es simple y llanamente porqué en nuestro intento de gustar, hemos dejado de ser nosotros mismos, de ser auténticos, y nos hemos convertido en personajes ficticios que se comportan artificialmente: horribles personajes de vodevil.
Por suerte no siempre ocurre, solo en los casos en los que notamos que tenemos mucho a ganar y también mucho que perder. Podríamos tratar este hecho como una injusticia, como una broma de mal gusto del karma, quizás como un auto boicot, o, simplemente: como una putada —si me permitís la expresión—; a veces, he pensado que es absurdo e irónico que cuanto más amamos, menos capaces seamos de brindar ese amor tan sincero e intenso. A veces pienso que, aunque esta forma de amar casi siempre termine por no ser correspondida, para mí es la mayor sensación de enamoramiento que se puede experimentar: la joya de la corona dentro del querer. El columpio del que nunca nadie se querría bajar.
En resumen: el dulce y jodido Wu Chi.
Starlight